Fuente: Academia Chilena de Medicina
El Dr. Antonio Orellana Tobar, que actualmente es decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Valparaíso, fue nombrado Miembro honorario de la Academia de Medicina de Chile, en reconocimiento a su fructífera trayectoria y sobresalientes contribuciones al progreso de la disciplina, la educación médica y la salud pública de nuestro país.
El destacado neurocirujano y docente fue aceptado como nuevo integrante de esa prestigiosa institución, que reúne a los más renombrados médicos a nivel nacional, tras dictar la conferencia titulada “La Rosa de Paracelso. Reflexiones sobre la relación maestro-discípulo”.
A continuación, su discurso completo:
Muy buenos días a todas y todos.
Quisiera comenzar mi relato agradeciendo a los miembros de la Academia Chilena de Medicina por haberme propuesto y aceptado como miembro, deseo al mismo tiempo agradecer a mi familia, en primer lugar a mi madre, que se esforzó para que fuera una buena persona; a mis hijos por el tiempo robado, siendo capaces de comprender lo que significaba ser médico y académico, y a mi compañera que no sólo aceptó las ausencias y los sinsabores de una vida como la mía, sino que con su formación y con su profundo amor a su profesión que es la enfermería, hoy me aconseja y me orienta en mi visión sobre cómo la medicina se extiende y beneficia de la interprofesionalidad. Igualmente, deseo recordar y agradecer a mis maestros, aquellos que orientaron mis primeros pasos en el caminar de esta maravillosa profesión, los que me enseñaron el razonamiento clínico, a mover las manos en aquellas primeras experiencias quirúrgicas, y sobre todo a esos maestros que me acogieron, me corrigieron y que se transformaron en ese modelo que hasta el día de hoy trato de imitar.
Nací en un país maravilloso, en el fin del mundo, y en una ciudad que tiene un encanto sin igual, tiene un centro pequeño, rodeado de muchos cerros, y desde sus laderas y quebradas cuelgan casas en la mayoría construidas por sus propios habitantes. Allí nació en mí una profunda vocación de servicio, quería desarrollarme para ayudar a los demás, y sobre todo a los más desposeídos. Fue así que al terminar mi educación secundaria pensé en seguir una profesión que respondiera a esta vocación, siendo la medicina el camino que me permitiría realizarme y aportar a mi entorno.
Han pasado ya muchos años desde esa decisión y hoy, parado frente a ustedes, puedo decir que ha sido un viaje lleno de satisfacciones, aprendizajes, realización y alegrías. Muchas de esas alegrías provienen de mi labor como formador de médicos, pues así como reconozco la influencia de mis maestros, también me ha tocado la responsabilidad de iniciar y acompañar a otros en el camino de la formación médica.
Esta reflexión me lleva hasta el tema que quiero presentar hoy. ¿Qué es un maestro y cuál es su trascendencia en la formación de los médicos del futuro? Quisiera comenzar a tirar el hilo de esta madeja con la ayuda de un cuento, no mío, claro está, sino de un maestro, un maestro de los cuentos y la palabra, Jorge Luis Borges. La rosa de Paracelso nos habla de Paracelso, que fue una figura histórica, un médico suizo conocido por su dedicación, además de la medicina, a la alquimia y a la astrología, que vivió entre 1493 y 1546. En este cuento Borges nos presenta al maestro en su taller que recibe a un joven que quiere ser su discípulo. El joven le pide que queme una rosa y la haga resurgir de sus cenizas, quiere comprobar la transmutación de la que se creía capaz a Paracelso, pero el maestro se niega hasta que el alumno, decepcionado, se marcha para siempre.
Es un cuento breve sobre el aprendizaje, la fe en el camino y no en la meta y sobre la importancia de aquello que está más allá de lo objetivo. El joven que quiere ser discípulo desconfía del maestro y por eso le pide una prueba de su magia, pero Paracelso no lo acepta. ¿Por qué no lo acepta si la historia comienza con Paracelso rogando a los dioses por un aprendiz? ¿Qué pretende el maestro? ¿Necesita transmitir algo de su experiencia? ¿Lo consume el deseo de trascendencia? ¿Qué piensa Paracelso, trascender en la vida, trascender a través de un discípulo? O quizás pensó en la frase que muchas veces hemos escuchado: lo que hago por mí muere conmigo, lo que hago por los demás va a ser eterno. Seguramente quería transmitir lo suyo a través de un discípulo, pero no podía ser cualquier discípulo. ¿Qué desea realmente Paracelso de ese discípulo? No desea bienes, pues el discípulo le ofrece oro que rápidamente y en forma categórica Paracelso rechaza, no le importa el oro; tampoco le gusta ese tesón que muestra este postulante a aprendiz para seguirlo la vida entera; tampoco desea la credulidad del joven, al contrario, le llama la atención y le dice eres muy crédulo, porque recurre al maestro por su fama, pero el maestro no entrega esa fama, no le interesa esa fama. Paracelso exige la fe para afrontar el camino, pero al discípulo no le interesa el camino y aún dispuesto a recorrerlo, necesita un resultado, una verdad objetiva.
Paracelso se abstiene de revivir la rosa, porque si accediera al pedido del discípulo y le ofreciera la prueba que le pide pasaría a comunicarse con él a través de la comunicación directa, que caracteriza a la ciencia, mientras que él aspiraba a permanecer en los límites de la comunicación indirecta. Siguiendo a Kierkegaard que distingue entre lo que él llama “Comunicación directa” y “Comunicación indirecta” y lo presenta como un elemento esencial cuando queremos lograr la adecuación entre el contenido y el método, entre el mensaje y el medio. Es así que él recomienda, que cuando se pretende propiciar el enrequecimiento interior de los destinatarios de un mensaje, el método más adecuado es la comunicación indirecta y es aquí como se muestra la incapacidad del discípulo de contemplar la realidad como un sistema de símbolos sujetos a múltiples interpretaciones y afectados profundamente por la subjetividad de las personas. Así, el discípulo es incapaz de descifrar el habla irónica de la comunicación indirecta que es la fuente del fracaso del proceso de iniciación.
Si bien es cierto Paracelso quiere transmitir su verdad, el discípulo necesita una demostración, él necesita una verdad objetiva, la verdad que no depende del sujeto sino de la ciencia de la naturaleza, esa verdad objetiva que es para todos, y es por tanto impersonal, es interesada y no afecta la vida del sujeto.
Distinta es la verdad subjetiva, aquella verdad de la ciencia del espíritu, el arte, la filosofía y la religión y va a ser verdad solamente para aquellos que son capaces de verla y están dispuestos a aceptar sus exigencias, por lo tanto, esa sí es personal. En la verdad objetiva, lo importante es el qué; cuando se busca la verdad subjetiva lo importante es el cómo.
Estas ideas, planteadas por Kierkegaard en su obra postscriptum, guardan relación con la premisa de que la verdad objetiva se puede demostrar, y es por tanto cierta. La verdad subjetiva no se puede demostrar y es por tanto incierta, pero esta incertidumbre objetiva es superada, según el filósofo danés, por la pasión subjetiva y allí se nos hace más claro el choque entre el maestro y este candidato a discípulo que sólo quiere ver esa verdad objetiva y demostrable al exigirle al maestro, para seguir a su lado, un resultado, que es la resurrección de la rosa.
Es en ese punto donde se observa el quiebre en el camino que para Paracelso es lo importante. Discípulo y maestro, se encuentran en una lógica diferente, el maestro está en la lógica de la transmisión del saber, de guiar, de entusiasmar para lograr el objetivo, de relevar la subjetividad de la persona para alcanzar el conocimiento y la sabiduría; mientras que al discípulo sólo le interesa lo perecedero y le exige al maestro que reviva la rosa que lanza a la llama. Sin embargo, Paracelso no lo hace, por lo cual este posible discípulo lo mira con incredulidad y decepción, recoge las monedas que había lanzado, se da media vuelta, Paracelso lo acompaña a la salida y se despiden, ambos con la sospecha cierta de que nunca más cruzarán sus caminos, porque debemos pensar, como dice Senelt, que el verdadero maestro no sólo es capaz de impartir una explicación satisfactoria sino que debe producir esa inquietud, transmitir una intranquilidad que invite a pensar a su discípulo para llegar al fin.
Paracelso, una vez que el discípulo se ha marchado y se encuentra nuevamente en la soledad de su laboratorio, ensimismado en su incapacidad de encender la llama dentro del espíritu del aspirante, toma las cenizas, las coloca en la palma de su mano, susurra una palabra y las cenizas reviven la rosa. Lo importante y esencial es poder creer para ver y no el ver para creer, siempre el discípulo quiso recibir la verdad objetiva, la demostrable y eso era lo que le exigía a Paracelso, que se lo demostrara. El centro de la narración reside en qué es primero, la prueba o la fe.
La idea que germina del cuento de Borges fue muy reveladora para mí, ya que he sentido esta vocación de enseñar desde muy temprana edad y, por lo mismo, he luchado también contra el miedo a no poder prender la llama en otros, a no lograr la trascendencia del concepto, de la idea que atrae al alumno hacia la disciplina que uno desarrolla.
El profesor debe conocer una determinada materia, y por supuesto ha sido designado para explicarla, pero es un monólogo, que, si bien puede ser brillante, supone una actividad concreta de límites estrechos. Por otra parte, es maestro el que sabe comunicar y encender entusiasmo y poder vocacional en los que lo escuchan; es aquel que sabe atraerlos, interesarlos e integrarlos en una obra de investigación, por ejemplo, y el maestro debe despertar estimación entre los oyentes y ésta ha de proyectarse hacia la asignatura que tiene a su cargo, para ello la explicación debe ser precisa y debe ser clara.
También es importante, que un maestro tenga la capacidad de convocar a sus discípulos, de convocarlos a las actividades propias que él realiza. Es allí cuando el ejemplo humano del maestro se deja sentir más hondamente, es ahí donde el estudiante se identifica con él, empieza a colaborar en su tarea, y se convertirá pronto en un discípulo. Les debe imbuir del principio de humildad y de camaradería que debe presidir toda asociación humana, hay que saber alejar a tiempo los conatos de orgullo y de suficiencia de los colaboradores que tanto daño hacen al desarrollo humano. Siempre entre los discípulos modestos hallaremos los colaboradores más eficaces y leales, y aquí nos podemos preguntar: ¿Por qué Paracelso no restaura la rosa frente a su discípulo y sí lo hace posteriormente? Creo que es para insinuar y despertar la imaginación y no el exponer argumentos científicos solamente, quería permanecer evitando la evidencia, pero mostrando el camino a través del cual podría llegar a construir y constituir la piedra. Y una cosa importante es que la restauración de la rosa la hace a través de la palabra, él dice una palabra sobre las cenizas y se reconstruye la rosa, y esto orienta a la interpretación hacia el lenguaje, que es una cosa importante entre nosotros, los académicos quienes debemos reconocer que aparte de la actitud es la palabra y el lenguaje lo que nos permitirá trascender a través de nuestros discípulos.
Pero también es cierto que la rosa la revive con la ayuda de la materia que es la ceniza. Es la duda, entonces, la que hace perder al muchacho la oportunidad de aprender de un maestro, no es un digno discípulo, no tiene fe, está imposibilitado para el arte. El maestro muestra que el camino al arte requiere disciplina, trabajo, constancia y el crecer poco a poco.
En resumen, concluimos que el maestro es quien atiende, quien estimula el pensamiento, no el que presenta los milagros del conocimiento, sino el que es capaz de sugerir el camino para hallarlos. La modernidad prefiere la certeza a la verdad, sin embargo, una verdad no necesitamos demostrarla. En este sentido debemos mirar y reflexionar sobre nuestra realidad.
La necesidad de cuidar la calidad de la educación médica en nuestro país, tan prestigiada mundialmente, y que por razones del progreso de la mano de la tecnología están poniendo en riesgo la permanencia de la integridad de la educación médica.
Un maestro hoy por hoy debe no sólo mostrar la verdad objetiva, la verdad científica, sino que debe pensar que esa verdad no basta, porque la medicina si bien es cierto, es ciencia, también es arte y éste debe explicarse a través de la ciencia del espíritu y es allí donde la objetividad se vuelve incierta.
Hay un choque, entre maestro y discípulo, donde este último requiere y basa su actuar en la contingencia, en lo demostrable donde la tecnología facilita este planteamiento: hoy basta con ver una imagen y resultados de laboratorio sin que nazca la necesidad de ver al paciente, ni conocer sobre sus condiciones de vida, ni de su entorno, mientras que el maestro sigue encarnando la verdad subjetiva, mirando al paciente en su integridad de persona, interesándose por su molestia, sus condiciones de vida y su entorno.
Hoy es difícil el camino del maestro, pero también el del discípulo. Mientras el primero debe mostrar una cualidad importante como es la generosidad, ya que sin ella el discípulo tendrá un patrón y no un verdadero maestro, y la base de esta generosidad es el desprendimiento en favor de los demás, la comprensión de la idiosincrasia de cada uno de ellos, y por consiguiente la obra consistirá en la formación de personas preparadas para sucederlo, transformándose este maestro en un modelo a seguir. Aquel que respeta las ideas ajenas, retiene el secreto de cada conciencia, entiende antes de discutir y discute antes de condenar.
Para el discípulo será prioritario no conformarse en mirar la medicina sólo como ciencia, a veces con un poco de arte, sino rescatar algo muy importante como es la humanidad. Reforzando la idea que la medicina es ciencia, arte y humanidad.
De esta manera, algún día cuando caminemos nosotros o los que nos sucederán por un frío pasillo de una universidad o de un hospital, un estudiante que nos mira y diga “AHÍ VA EL MAESTRO, ¡CÓMO ME GUSTARÍA SER COMO ÉL O COMO ELLA!”